El libro del que os vengo a hablar hoy es un tanto atípico en varios sentidos. Para empezar, está escrito en catalán y, por el momento, no hay traducción en castellano, aunque casi la mitad del libro está llena de paráfrasis y fragmentos en dicho idioma que le sirven al autor para justificar e ilustrar sus tesis. Es un libro que cualquier lector medianamente culto en castellano puede leer casi sin perderse demasiada información, haciendo un cierto esfuerzo, ciertamente, pero es lo bueno de que ambas lenguas sean tan hermanas y se parezcan tanto.
Dicho esto, también diré que es un libro que a algunos sectores del nacionalismo catalán resultará bastante contradictorio, cuando no incluso polémico. El autor es una autoridad en el estudio de la lengua, la cultura y la historia catalana desde el siglo XVI hasta el XX, pero sus tesis son un tanto atípicas si las confrontamos con la historiografía de tipo oficial catalana, por decirlo de algún modo. Hace tiempo, un amigo mío historiador y filósofo me dijo que la historia española y catalana era mejor estudiarla a través de los textos de escritores que fueran de otras nacionalidades, ya que los propios españoles y catalanes tomaban partido con demasiada frecuencia por un bando u otro en temas como el siglo XIX y las luchas entre liberales y moderados, las guerras carlinas, y, por encima de todo, el espinoso tema de la Segunda República y la Guerra Civil y el posterior franquismo que todavía colea. El autor que hoy me ocupa ha desarrollado toda su carrera prácticamente en el extranjero, impartiendo clase e investigando en la Universidad de Liverpool, es un hombre ya mayor al que no tengo el gusto de conocer, pero que no tiene complejos de ningún tipo a la hora de exponer sus tesis.
Según la historiografía tradicional catalana y catalanista, a partir de la década de los años 30 del siglo XIX se produce en Cataluña el fenómeno llamado "Renaixença", llevado a cabo por toda una serie de personajes ilustres que consiguen resucitar el uso culto de la lengua catalana, proceso que llegará a su culminación en 1932 con la publicación por parte de Pompeu Fabra de la Normativa vigente hoy en día en el uso y escritura del catalán y sus variantes dialectales. Dicho proceso va acompañado de un resurgir del sentimiento nacional catalán, que se articula en forma del movimiento político llamado catalanismo, el cual adopta primero una forma de regionalismo pero después evoluciona hacia características de tipo completamente nacionalistas. Dichas aspiraciones a formar una nacionalidad dentro o fuera de España se verán reconocidas en forma de la Mancomunidad de Catalunya primero y del Estatuto de Autonomía republicano y la restauración de la Generalitat después, para ser abolidas durante el periodo franquista y vueltos a restaurar una vez llegada la democracia.
Marfany en ningún momento del libro cuestiona que el nacionalismo catalanista existe, o que haya una conciencia colectiva de catalanidad en los catalanes del siglo XIX, pero sí que insiste una y otra vez, con múltiples ejemplos, que ese sentimiento de catalanidad coexiste a la perfección con un sentimiento de españolidad de los mismos personajes que lideran la Renaixença, y que durante buena parte del siglo XIX, siglo en que se forja la idea moderna de nación española a través de la confluencia del abandono del Antiguo Régimen aristocrático, la incipiente industrialización y el fervor patriótico derivado de las Guerra de Independencia contra el enemigo napoleónico, las ideas de catalanidad y españolidad van juntas de la mano en el imaginario colectivo de los burgueses, periodistas, intelectuales, comerciantes y políticos catalanes que dirigen el país. Será, según se deja entrever en sus últimos comentarios del libro, el desacuerdo económico entre las posturas librecambista y proteccionista de los diferentes círculos empresariales y políticos el que hará, en última instancia, que se vaya poco a poco levantando un muro imaginario entre la Cataluña trabajadora, próspera, industrial y que añora sus glorias marítimas medievales y el resto de la península que no ha entrado todavía en la Revolución Industrial y prefiere un país agrícola que no tenga que pagar más caros los productos catalanes por ser estos favorecidos por los aranceles.
Lo que Marfany propone en su libro es ciertamente novedoso en la historiografía catalana, puesto que muestra con gran claridad que los miembros de la Renaixença no eran, como algún historiador pudiera pretender, los preclaros precursores del independentismo catalán, sino que sentían como propias las diferentes regiones de España, sus símbolos y su lengua, e incluso su sentimiento nacional era tan español como catalán. Y decir esto en un tiempo como el que nos ha tocado vivir es, por decirlo de una manera un tanto grosera, tenerlos muy cuadrados, con lo cual sólo me queda felicitar a Marfany por ser honesto hasta la médula, y recordar que, cuando uno recibe ostias por ambos lados del espectro político, ideológico o religioso, es que algo está haciendo bien.
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